O jurista espanhol Germán Fernández Farreres, da Universidade Complutense de Madri, vinculado ao Conselho de Catedráticos do IIEDE, publicou artigo no periódico espanhol ABC no último dia 10/1, em que abordou a renovação do tribunal constitucional espanhol. Confira a íntegra:
ENTRE UNOS Y OTROS LO MATARON
La renovación de los miembros del Tribunal Constitucional siempre ha generado dificultades. El trascendental poder que administran determina que los nombramientos generen disputas y tensiones entre quienes han de efectuarlos. Nada de extraordinario hay en ello, ni debe sorprender. Lo grave del asunto es que esas disputas se sustenten exclusivamente en el interés partidista de nombrar a los políticamente afines y a ello se sume un sistema de designación que lo facilite. El resultado final puede terminar siendo catastrófico y no sólo porque se produzcan retrasos en los nombramientos.
Conviene recordar que en la primera de las renovaciones del Tribunal, que debió hacerse en febrero de 1983, hubo que esperar ocho meses para que el Congreso de los Diputados la materializase. Y que en la renovación de noviembre de 2001 correspondiente al Congreso, ya se produjo un grave desencuentro entre las dos fuerzas políticas mayoritarias. Los nombramientos se acordaron merced a una rocambolesca negociación que consistió sencillamente en un auténtico trueque de puestos. Las hipócritas expresiones de destacados intervinientes en la negociación, tales como “hemos firmado con dolor en la mano” o se “ha tenido que votar con la nariz tapada”, que de manera generalizada reprodujeron los medios de comunicación, son suficientemente descriptivas de la degradación a la que se había llegado en la aplicación del sistema de designación.
Los augurios de que se avecinaban malos tiempos para el Tribunal Constitucional no tardaron en cumplirse. El nuevo Tribunal estaba abocado a una escisión en dos bloques de magistrados -los que pasarían a denominarse, hasta hoy mismo, progresistas y conservadores-, en directa correspondencia con el partido que hubiese promovido su candidatura. Una escisión que, para desgracia del Tribunal, quedaría irremisiblemente consolidada dados los asuntos que de inmediato iba a tener que afrontar. Los recursos planteados contra el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006, unido, entre otras incidencias, a las recusaciones de magistrados que unos y otros partidos políticos no dudaron en plantear, llevaron a que el alineamiento de los magistrados, según la fuerza política que los había patrocinado, quedara totalmente afianzado. Alguna excepción al final hubo, aunque a costa de que quien no respondió a lo que de él se esperaba pasara poco menos que a la condición de tránsfuga político.
Por si fuera poco, la renovación del Tribunal, que correspondía al Senado y debía producirse en diciembre de 2007, quedó pospuesta ‘sine die’, manteniéndose un Tribunal con once magistrados -ya que en 2008 se había producido la vacante por fallecimiento de uno de ellos- y tres de ellos, además, en funciones. Dictada la famosa sentencia del Estatut, la renovación se produjo en diciembre de 2010, con tres años de retraso, si bien tenía que procederse ya a la renovación de los magistrados del turno del Congreso. De manera que también ésta quedó a la espera de que por fin, en julio de 2012, se hiciera efectiva. Por último, la renovación que correspondía de nuevo al Congreso en diciembre de 2019, se alargó hasta noviembre de 2021.
Los retrasos, como se ve, han sido muy frecuentes -prácticamente la regla- y en ocasiones de muy larga duración. Tres años en 2010, año y medio en 2012, y prácticamente dos años en la última realizada. Nada que ver, por tanto, aunque tampoco sea justificable, con el retraso que hasta la fecha acumula la nueva renovación correspondiente al turno del Gobierno y del CGPJ, que debía haberse producido el pasado mes de junio y que, sin embargo, ha desencadenado el gravísimo conflicto al que estamos asistiendo, presidido por juegos de los que algunos trileros mucho pueden aprender. Al Gobierno le ha asistido, de pronto, el sentido de la responsabilidad y ha designado a dos ilustres juristas. Los vocales del CGPJ, no menos ilustres juristas, se devanaron los sesos muy a última hora para proponer a los mejores. ¡Todo fue hasta el final más combustible para el incendio!
Este sistemático incumplimiento de las reglas relativas a la renovación de los magistrados ha estado acompañado, por otra parte, de sucesivas reformas de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, adoptando medidas ‘ad hoc’ a fin de “reajustarla” a conveniencia de las circunstancias políticas. Se hizo en 2007, para dar plena cobertura al mantenimiento en la presidencia del Tribunal a quien había vencido el plazo de duración del cargo de magistrado y el plazo también del mandato de presidente. Y en 2010 se incorporó la insólita regla de que “si hubiese retraso en la renovación por tercios de los magistrados, a los nuevos que fuesen designados se les restará del mandato el tiempo de retraso en la renovación”, en flagrante vulneración del artículo 159.3 de la Constitución española.
Llegamos así al momento presente, en el que la degradación de la institución ha alcanzado una cota ya insuperable. Baste recordar que el desacuerdo entre socialistas y populares en orden a la renovación del CGPJ tuvo por primera respuesta la aprobación de la Ley Orgánica 4/2021, de 29 de enero, privándole del ejercicio de una función relevante, la de proponer el nombramiento, entre otros, de dos jueces constitucionales. Después, dando marcha atrás, se aprobaría una nueva Ley, la Orgánica 8/2022, de 27 de julio, por la que se dejó sin efecto la privación de esa función, fijando, además, un plazo para que el Consejo hiciese efectiva la propuesta de nombramiento, aunque sin éxito alguno, ya que ningún caso ha hecho. Y ahora, en fin, como colofón, la esperpéntica reforma pretendida del procedimiento que el Consejo debía observar para la designación de los dos magistrados que tanto se resistió a realizar, a lo que también siguió un recurso de amparo y una petición de medidas cautelarísimas de suspensión del hacer parlamentario que ha forzado a una decisión que, en condiciones normales, difícilmente se habría producido. ¡Un absoluto despropósito!
La debacle ha sido monumental. Las prácticas políticas que desde hace tiempo se vienen manteniendo han logrado contaminar y pervertir por completo el sistema de designación de las más altas magistraturas. Si bien en los primeros años del régimen constitucional ese sistema aún pudo servir, en manos de políticos carentes de todo sentido institucional ha provocado verdaderos estragos. Y todo ello, con la inestimable colaboración de algunos llamados juristas de reconocido prestigio -de tanto que por eso se puede saber de antemano cómo van a actuar y a decidir en el ejercicio de la función que se les encomienda-, nos ha llevado a que el derecho sencillamente haya quedado hecho trizas, con grave riesgo para la pervivencia del propio Estado social y democrático de derecho. La reconstrucción de la ruina provocada va a ser difícil. Tanto que va a necesitar de profundos cambios, y no sólo en los partidos políticos. Una nueva cultura constitucional y democrática ha de arraigar en la sociedad de la que aquellos se nutren. Sin ello no hay solución posible. Sólo, en el mejor de los casos, asistiremos a algún apuntalamiento, a pequeños remiendos, para que la ruina siga en pie. Ojalá no sea así.