No por ser previsible deja de ser decepcionante constatar que en la decisión adoptada por el Senado de los Estados Unidos en el juicio seguido al expresidente Trump, primaron las consideraciones y los intereses políticos inmediatos, y no fueron tomadas en cuenta las consecuencias que para el futuro podría tener, dentro y fuera de esa nación, la negativa de los miembros del partido Republicano, con apenas siete excepciones, de sancionar su conducta antidemocrática y su atropello a las instituciones.
La naturaleza esencialmente política del juicio explica, por supuesto, que las pruebas y las abrumadoras evidencias presentadas en él no hicieron variar de criterio a la inmensa mayoría de congresistas del partido del acusado, quienes, sin verlas, ya tenían decidido desde el comienzo el sentido de su voto. Algunos de ellos incluso, a pesar de su calidad de jueces en este caso, según denunciaron algunos medios, fungieron como asesores de los abogados de la defensa.
Los propios representantes demócratas, conscientes de las ataduras electorales de muchos de los senadores republicanos, y hasta de la incidencia de la posible extensión del juicio en la agenda del nuevo gobierno, renunciaron a llamar testigos para ahondar en una demostración que nada iba a cambiar al resultado, y se esforzaron más bien en presentar sus argumentos de acusación de manera que sirvieran para dejar constancia ante la opinión pública, al tiempo que marcaran la conciencia de quienes por sus deberes estaban llamados a hacer respetar el orden constitucional y la democracia.
El argumento de la inconstitucionalidad de someter a juicio a quien no se encontraba ya en el cargo sirvió de excusa formal a muchos republicanos para evitar reconocer la gravedad de las infracciones cometidas por un presidente que claramente desconoció sus deberes constitucionales, invocando de manera abusiva una supuesta “libertad de expresión”, extendida hasta el absurdo de entender que lo autorizaba a desconocer la obligación elemental de garantizar la transición pacífica del poder, a incitar a sus seguidores a detener el procedimiento constitucional de certificación de los resultados de las elecciones, a presionar a los congresistas encargados de realizarla y a su propio vicepresidente para que contraviniera a su vez sus propios deberes constitucionales, a mentir sistemáticamente reiterando ante sus adeptos, para enardecerlos, alegaciones infundadas rechazadas por innumerables jueces y no admitidas por la máxima instancia judicial del país. A lo que habría que sumar todas las demás indignas actuaciones para aferrarse a cualquier precio al poder, incluida la descarada petición de “encontrar votos” al responsable de las elecciones en el Estado de Georgia.
Si estas conductas no merecían sanción, ninguna actuación indebida de un presidente las merecería. Se ha dado así la bienvenida a una especie de inmunidad mal entendida, que no dejarán de aprovechar los aprendices de dictadores y los enemigos de la democracia en el mundo.
Si en el futuro las instituciones y las libertades en cuyo nombre dijeron actuar los que absolvieron son destruidas por el beneficiario de su inconsciencia o por sus fanáticos seguidores, no será necesario un nuevo juicio. La sentencia ante la historia habrá quedado dictada.
William Zambrano Cetina é advogado e árbitro da Câmara de Comércio de Bogotá, Colômbia. Artigo originalmente publicado no jornal “El Nuevo Siglo”, em 15/02/2021.