BALTASAR GARZÓN
A lo largo de 24 años al frente del Juzgado Central de Instrucción número 5 de la Audiencia Nacional (AN) he conocido a muchos monstruos. Hablo de personas crueles y perversas y en demasiadas ocasiones también me he topado con engendros, criaturas deformes o diabólicas que, en alguna ocasión, han poblado mis peores pesadillas y las de muchos de mis colegas, fiscales, jueces, funcionarios y funcionarias de la Administración de Justicia en la AN, policías y guardias civiles.
Desde 1988, cuando tomé posesión de mi cargo, hasta 2012, en que el Tribunal Supremo me inhabilitó en única instancia, la mayor parte de mi vida como juez se vio plagada de riesgos y amenazas. Los que vivimos aquellos años duros sabemos bien de ello, del peligro y, desgraciadamente, también de la muerte. Muchos fueron víctimas del mal que combatían. Y, ante todo, fue preciso poner todo patas arriba para que algo cambiase. Me impactó en los primeros días en el juzgado la apatía que en general se respiraba. Los jueces no iban al lugar de los hechos, dejaban que Policía y Guardia Civil marcaran la línea de investigación. El atestado determinaba todo el curso de la instrucción judicial que, realmente, era inexistente. Yo no concebía tal postura; por eso me impuse, como siempre había hecho, dirigir personalmente las actuaciones, acudir al lugar de comisión del delito y entablar una relación de inmediación con investigadores y expertos.
Ya entonces me advirtieron de que tal actitud molestaba al poner en evidencia a otros. Un grupo de profesionales, escaso por cierto, pusimos fin a esa dejadez y decidimos coordinar a quienes investigaban con sentido garantista y la visión puesta en el juicio oral. Ese era el modelo que en otros países, como Italia, había funcionado y acabaría imponiéndose en España. Entonces, nadie lo hacía. Las cosas fueron cambiando gracias a la buena voluntad, el trabajo duro en equipo y un espíritu vocacional y esforzado que caracteriza a la mayor parte de profesionales y funcionarios de la AN y de las fuerzas de seguridad. De otra manera no se hubiera podido realizar lo que se hizo y superar los obstáculos que aparecían.
Conseguimos enjuiciar al GAL; resolvimos secuestros y detuvimos a asesinos; llegamos a ahogar de tal manera por vía económica y penal a la organización terrorista ETA que no tuvo más salida que desaparecer; asestamos golpes durísimos a la impunidad del narcotráfico y al blanqueo de dinero; desarrollamos mecanismos de investigación que nunca antes se habían utilizado; fuimos ejemplo en coordinación internacional; detuvimos a terroristas yihadistas, desarticulamos infinidad de células del crimen organizado y conseguimos que la Audiencia Nacional española se hiciera presente en el escenario internacional con las investigaciones al amparo de la jurisdicción universal. O un asunto que me ha producido una enorme satisfacción: la implantación en este órgano del protocolo contra la tortura en casos de terrorismo, reconocido internacionalmente.
Fueron años duros. Quienes tuvimos la suerte de contarlo soportamos intentos de intimidación y peligros de diferente índole. Eso lo saben bien jueces como Carlos Bueren, Fernando Andreu, José Ricardo de Prada y Pablo Ruz, entre otros, o fiscales como Eduardo Fungairiño, Dolores Delgado, coordinadora de la lucha antiyihadista y antes en la Fiscalía Antidroga y contra el terrorismo; Javier Zaragoza o Carlos Jiménez Villarejo en Anticorrupción o el propio presidente Clemente Auger; funcionarios policías y guardias civiles. En esa continua pesadilla, lo dábamos todo al servicio de la sociedad y de las víctimas.
Cierto es también que entonces, con el peligro y el dolor de los atentados siempre presentes, ya había voces —anónimas por lo general— que en la propia institución intentaban descalificar las actuaciones. Procedían de mi profesión o de otros ámbitos, en el sector de la ley o desde fuera. También de algunos medios y políticos. En mi caso, me denominaron juez estrella, tópico que reiteran los poco imaginativos, me achacaron defectos a la hora de instruir y siempre desde el anonimato, peculiar costumbre que suelen detentar quienes no conocen los temas, o conociéndolos, sucumben al hechizo de la murmuración o, sencillamente, a la cobardía.
Doy por bien empleado todo lo sufrido cuando veo cómo se ha progresado desde aquella estructura judicial que trabajaba artesanalmente y la profesionalidad de los cuerpos y fuerzas de seguridad que lograron superar antiguos defectos para convertirse en unos colectivos imprescindibles para la investigación y la seguridad así como apoyo incuestionable para los operadores judiciales. Afortunadamente, los tiempos del secretismo y distancia están superados. En cuanto a las críticas, bienvenidas son cuando están documentadas. Siempre en la vida como en la investigación criminal hay que ir con la información contrastada y la verdad por delante. Esa es la manera de vencer a los verdaderos monstruos y de no alimentar quimeras que nunca fueron reales.
Baltasar Garzón es exmagistrado de la Audiencia Nacional.